—Nadie ha pedido jamás un deseo semejante—, dice.
Me estremezco ante el tono escalofriante de su voz.
—Creo que todos mis amos anteriores, por estúpidos y débiles que fueran, debían poseer una sabiduría innata o un sano instinto de supervivencia, porque nadie, ninguno de ellos, ha pedido jamás un deseo semejante.
Mientras habla, se quita lentamente dos anillos que adornan sus dedos y los deja caer sin hacer ruido en la arena. Gira la cabeza a izquierda y derecha, relajando los músculos del cuello. Me siento en la piscina, paralizada, como un ciervo deslumbrado por los faros de un coche, mientras los genios me miran con ojos oscuros y carnales.
Amenazan y prometen... No hay vuelta atrás.
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