Siempre había sabido que no era mío para tenerlo, pero eso
no cambiaba la forma en que lo amaba: en silencio, gentilmente y desde la
distancia.
A medida que las estaciones cambiaban, los tallos de maíz crecían con fuerza y
las vides florecían con esperanza. Pero nada de eso importaba, no cuando la
tierra a nuestros pies nos ataba en una rivalidad centenaria. Nunca habíamos
tenido una oportunidad.
Decían que la vida pasaba ante tus ojos en el camino hacia la muerte, pero
aquella noche, después de que mi último grito saliera de mi garganta y mi mundo
empezara a desvanecerse, sólo pensé en él. En sus dulces ojos color chocolate,
en su mirada desesperadamente cautelosa y en su silencio, que tenía más peso
que el oro.
Debería haber muerto esa noche. En cambio, crucé el puente iluminado por la
luna y nunca regresé.
Dejé que la rivalidad ganara. Si sólo hubiera sido suficiente para mantenernos
a salvo. Si sólo no tuviéramos un puente entre nosotros.
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