Obligada por las circunstancias políticas y económicas, en la primavera de 1800
tuve que abandonar mi Francia natal y trasladarme a Inglaterra, donde pasé mi
juventud como la parienta pobre, rodeada de normas y convencionalismos
asfixiantes.
No sé si por suerte o por desgracia, a una temprana edad
aprendí dos verdades que me ayudaron a sobreponerme a las adversidades y que me
convirtieron en la mujer que ahora soy.
La primera fue darme cuenta de que para nosotras, la vida no era sino una
partida de cartas en la que los hombres siempre llevan ventaja, por lo que tuve
que aprender a jugar de farol.
La segunda fue llegar a la conclusión de que para mí sólo
existía un camino: abrirme de piernas, ya fuera contrayendo un matrimonio
aceptable o recibiendo unas míseras monedas, que disminuirían a media que mi
edad avanzase.
Tracé mis objetivos sin permitir que me afectasen los
sentimientos. No me importó ser el blanco de críticas. Dejé que mis encantos
femeninos encandilaran a cuantos se cruzaban en mi camino para que jamás se
preocuparan por mi inteligencia. Y todo funcionó…
Hasta que cometí el peor de los errores…
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