¿Quién podría haberle avisado de que un simple baile, joyas
y gemas preciosas podrían cambiar todo su futuro… de nuevo? A Belén nunca le
había gustado el cuento de Caperucita Roja, de hecho, lo odiaba. Estaba hasta
las narices de que la compararan con una niñata tonta y caprichosa con capa
solo por tener el cabello cobrizo.
Era huérfana, las flores le producían alergia y ver un lobo
de lejos la habría hecho salir huyendo o sacar una escopeta para matarlo.
Probablemente, lo segundo, porque si algo había aprendido de su secuestro en la
otra dimensión era que cualquier cosa era posible, y solo Dios sabía en qué más
podía convertirse una de esas bestias peludas con colmillos y ojos luminosos.
Puede que, si no le hubiera tenido tanta tirria al dichoso
cuento de Caperucita, se hubiera dado cuenta del mensaje que escondía: «No te
desvíes de tu camino y ve derecho a tu destino»; pero ya era tarde para eso.
Solo ella podía acabar encerrada en la celda de un apestoso sótano con un chucho gruñón como única compañía, en tanto que sus sueños seguían siendo invadidos noche tras noche por el único hombre capaz de convertir el odio en la pasión más desenfrenada y el desdén, en pura necesidad.
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